Tiempos sin panuna etnografía del hambre en la Extremadura de la postguerra

  1. CONDE CABALLERO, DAVID
Dirigée par:
  1. Julián López García Directeur/trice
  2. Lorenzo Mariano Juárez Co-directeur/trice

Université de défendre: UNED. Universidad Nacional de Educación a Distancia

Fecha de defensa: 12 février 2019

Jury:
  1. Julián Chaves Palacios President
  2. Carmen Lozano Cabedo Secrétaire
  3. Elena Freire Paz Rapporteur

Type: Thèses

Teseo: 583338 DIALNET

Résumé

Con un histórico parte firmado por Franco en Burgos el primero de abril de 1939 se puso fin a una contienda de la que muy pocos resultaron vencedores. Un punto final que se convirtió en una hilera de puntos suspensivos para cientos de miles de familias, en el sentido de que la inmediata postguerra las arrastró hacia un clima de recelos, delaciones, sospechas y enfrentamientos a los que se vendría a sumar el hambre. Muchos han sido los estudiosos que antes que yo se han acercado a aquellos duros tiempos posbélicos que aún duelen en la memoria. Muy bien abordados desde el prisma de la historia en todas sus vertientes con un reciente desplazamiento desde la historia política a la historia social; también podemos encontrar amplias disertaciones que desde la economía, la antropometría, el periodismo, las ciencias políticas, la antropología física, los estudios de género o incluso la medicina, por citar solo algunos de ellos, han tratado de diseccionar el que probablemente haya sido el periodo más duro de la historia reciente de nuestro país. Sin embargo, extrañamente algunas ciencias han permanecido alejadas mirando de reojo, a momentos despistadas. De entre todas ellas, las ciencias sociales en general y la antropología en particular son las grandes señaladas, al mostrar durante muchos años una suerte de atonía cuando de aproximarse a las experiencias, a las significaciones, a los comportamientos y a las representaciones cuando de este periodo de tiempo se trataba. Un tiempo que parece haberse desvanecido en el particular universo de los científicos sociales, como si los antropólogos hubieran sentido un cierto menosprecio por aquellos relatos venidos desde la postguerra, de manera que semejante ceguera disciplinar ha generado una auténtica deuda pendiente con unos años y unas circunstancias que piden a gritos un análisis desde la cultura. Así, las aportaciones se reducen a algunos pocos e interesantes escritos de González de Turmo (1995; 2002) en Andalucía. Gracia, que se centró en la potencia culinaria y simbólica de la carne en tiempos de postguerra (2002). O López García (2005), en prácticamente la única incursión realizada en Extremadura. Es posible citar también los esfuerzos de Espeitx y Cáceres (2010) para el contexto de la ciudad de Barcelona; Barranquero y Prieto (2003) para el contexto de la provincia de Málaga, al igual que Badillo, Ramos y Ponte (1991); Pérez González (2004) para la provincia de Cádiz; o la Tesis Doctoral de Palomo (2008) para el caso de Huelva; y, sobre todo, Alicia Guidonet (2007; 2008; 2010), que ha sido la autora que mayores esfuerzos ha puesto en una abordaje de la cuestión desde la cultura. Por ello, las páginas que siguen pretenden contribuir desde la modestia a llenar una parte de esos vacíos, al menos en el contexto concreto de la región de Extremadura, adentrándome en lo que allí ocurrió a través de una etnografía cuya base ha sido la de escuchar para recuperar experiencias y trabajar aquello que trabajan los antropólogos, es decir, los correlatos y los modos de representación. Escarbando entre los pliegues de la memoria me he acercado a la comida de una época y, a través de la “voz de los alimentos”, que diría Hauck-Lawson (2004), he tratado de entender la forma en la que han llegado hasta nosotros aquellos tiempos duros y aquella sociedad de postguerra y de hambre. Hubo hambre en Extremadura y en España en la postguerra y, sin duda, merece ser recordada, interpretada, aprendida y explicada con todo lujo de detalles, también desde la particular visión que puede aportar el etnógrafo. Métodos Esta Tesis Doctoral ha sido una aproximación a la memoria del hambre en Extremadura desde una perspectiva etnográfica que se sustenta en un trabajo de campo de más de cinco años de duración. Me ha interesado conocer -a través de la compleja reflexión teórica que aborda las relaciones entre relato, experiencia y la construcción social de los hechos- cuales fueron las ideologías, las prácticas alimentarias y el impacto social que la escasez tuvo en la vida social de pueblos y ciudades de la región. Más allá de los enfoques historiográficos, he querido conocer el impacto del hambre en las dinámicas culturales Un trabajo de campo que se ha basado sobre todo en fuentes orales, para lo que he entrevistado a un total de 61 informantes que vivieron los tiempos de postguerra en primera persona, de las que 40 fueron mujeres y 21 hombres; 39 vivían en la provincia de Cáceres por aquellos entonces y 22 de ellos lo hacían en la provincia Badajoz. Además, también he tratado de atender a las recomendaciones que un buen número de autores como Thompson (1988) o Fraser (1990) han hecho a cerca de combinar los testimonios orales con otro tipo de investigación de archivos y/o consulta de periódicos locales. Dexter ([1970]2006) o Becker y Geer (1960, Cit. En Hammersley y Atkinson, 1994) también se han pronunciado en este mismo sentido, haciendo una reflexión crítica sobre el exceso de confianza que los investigadores tienen en las entrevistas, y sugiriendo que éstas deberían estar acompañadas de otros métodos de información, algo que algunos estudiosos, un tanto influenciados por ciertas precogniciones positivistas, han definido como “triangulación”. Para mi caso, he tratado de solventarlo a través de una intensa búsqueda en distintos archivos tales como el Archivo General de la Administración en Alcalá de Henares (AGA), el Archivo Municipal de Cáceres (AHMC), el Archivo Provincial de Cáceres (AHPC), el Archivo de la Diputación de Cáceres (AHDC) o el Archivo Histórico Provincial de Badajoz (AHPB), a lo que se unieron las consultas on-line en Instituciones como la Rockefeller Foundation de la ciudad de Nueva York o el National Archives de Londres -aunque ésta no tuviera los resultados esperados-. Junto a ello, también he llevado a cabo una importante búsqueda y lectura de la prensa de la época, algo que me permitió sumergirme en un buen número de artículos tanto de las publicaciones más cercanas al régimen como, todo lo contrario, es decir, aquella prensa que en los tiempos de postguerra los republicanos siguieron publicando desde el exilio. Así, junto a las búsquedas que realicé en los formatos digitales de la Biblioteca Virtual de Prensa Histórica del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, la Hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional de España y la Hemeroteca digital del Diario ABC, hay que sumar la ingente cantidad de horas que pasé buceando en la Hemeroteca de El periódico Extremadura, Diario Católico, verdadero altavoz del régimen en la región, y cuyas páginas, un documento casi oficial de las instituciones, se encuentran disponibles íntegramente en el AHMC. En aquella sala, pasé mucho tiempo llevando a cabo una lectura detallada de la mayor parte de los ejemplares publicados por el diario entre 1939 y 1952. Horas y horas que de alguna manera me posibilitaron un cierto tipo de traslado temporal al transportarme al día a día de los años cuarenta, algo que no solo me permitió acrecentar mis conocimientos sobre la vida cotidiana, sino que además fueron lecturas que se convirtieron en todo un producto que sirvieron como generador de categorías y preguntas. Como es lógico, ésta ha sido una etnografía que ha tenido que trabajar codo con codo con la historia, convencido de que es posible hacer trabajo de campo etnográfico sobre tiempos pasados siempre que uno sea consciente de la evidencia de que estamos accediendo a él desde el presente, algo que por muy tautológico que parezca no siempre es tenido en cuenta. Por ello, esta Tesis Doctoral podría ser definida grosso modo como una suerte de “historia antropológica”, puesto que se trata de un ejercicio en el que obligatoriamente han tenido que confluir la historia y la antropología, algo que es perfectamente factible, esa es mi opinión, porque el estudio de un acontecimiento pasado no puede circunscribirse únicamente al hecho histórico en sí, sino que además también hay que ser conscientes de que lleva implícito un hecho social y cultural, y de que éste debe ser necesariamente abordado por la particular mirada que es capaz de aportar un científico social. No obstante, a pesar de esta continúa confluencia entre las dos disciplinas, y si bien en muchas ocasiones me he tenido que travestir de “historiador” en la línea apuntada por Aron-Schnapper y Hanet (1980) cuando afirman que independientemente de la ciencia desde la que se aborde el trabajo con fuentes orales nos obliga a ello, quiero quedar bien claro que, como apuntaba Gutiérrez Estévez (1996), antropología e historia tienen perfectamente delimitado su espacio de trabajo, algo que también ha ocurrido en esta investigación. Más allá de la necesaria labor que he realizado con fuentes historiográficas o archivísticas, este es un texto cuyo abordaje se ha realizado principalmente desde la la antropología, por lo que su valor no radica tanto en el trabajo de buceo histórico, sino más bien en haber tratado de dar preferencia a las experiencias personales y a las emociones contenidas entorno al sufrimiento, indagando posteriormente en cómo las personas han asignado significados en el presente para generar modos de representación a través de sus propios procesos de interpretación. En cualquier caso, una particularidad metodológica muy importante ha sido el hecho de haberme adentrado en los enrevesados pliegues de una memoria que, en unos informantes de tan avanzada edad como los que aquí han participado, en muchas ocasiones ha supuesto un laberinto que ha acabado dibujando trazos de renglones a veces un tanto torcidos. Una situación que acabó generándome una duda metodológica de primer orden, poco seguro de hasta que punto estaba siendo real lo que estaba captando o, por el contrario, podría estar tratándose de una construcción que la memoria estaba realizando con el paso de un tiempo que todo lo difumina, especialmente si tenemos en cuenta el hecho de que mis informantes eran tan solo unos niños en unos tiempos de postguerra sobre los que tantos años después vuelven a ser preguntados. A ello, he que sumar el hecho de que el buceo no se ha realizado en la simple memoria cotidiana sin más, sino que hay que tener en cuenta la dificultad particular que supone el trabajo con ese tipo de “memoria del trauma” (Ferrándiz, 2007) que se conecta directamente cuando las experiencias que tratamos de rescatar son tan humanamente perturbadoras como lo son la pobreza y el hambre. Tras reflexionar una y mil veces, acabé convencido de que los fallos y deformaciones de la memoria, su selectividad y su capacidad para el olvido, no tienen porque ser entendidos como un problema metodológico en sí, y sí más bien como una particularidad inherente a un campo de trabajo distinto que no pretende la objetividad positivista. Algo a lo que me ayudó la afirmación de Schwarzstein (2002, p. 172) según la cual la llamada memoria “desconfiable” supone más un recurso que un problema, especialmente en aquellos casos donde lo que está en juego son las experiencias producidas por las "catástrofes sociales" donde la memoria aparece como una fuente crucial aún con sus tergiversaciones, desplazamientos y negaciones. Por ello, acabé asumiendo el hecho de que lo que realmente debía esperar de mis informantes era recoger el valor que aporta la subjetividad, las experiencias y las significaciones de sus relatos, aceptando que las reinterpretaciones que se puedan dar, lejos de ser “sesgos”, deben ser entendidas como la marca misma de la cultura, puesto que los procesos de reconstrucción de los recuerdos no son individuales, sino que más bien lo que son es construcciones sociales y culturales por las que debe interesarse el antropólogo. Cabe decir también que esta investigación, como la mayoría de las etnografías, no se ha preocupado de verificar hipótesis de partida pre-existentes más allá de las sospechas de partida ligadas al potente imaginario simbólico de algunos alimentos; sino que más bien lo que ha tratado de hacer ha sido responder a un buen número de preguntas que se han ido generando en el proceso, todas ellas permeadas por la duda general que me ha perseguido en todo momento respecto de hasta qué punto resulta posible pensar en términos culturalistas sobre un hambre que ya ha pasado, y desde el prisma de aquellos que, como es mi caso, nos acercamos con un estómago que siempre ha estado saciado. Sea como fuere, a las preguntas iniciales de corte metodológico que se generaron entorno a mi preocupación por saber cuánto realmente de aquella experiencia estaba siendo capaz de captar, y a las que he tratado de enfrentarme desde la humildad epistemológica de un etnógrafo novato, se fueron sumando otras muchas que ahondaban más en los sentidos y experiencias en torno al hambre a medida que avanzaba en el trabajo de campo, y que de forma cuasi incontrolada se fueron multiplicando y actualizando para generar nuevas categorías de análisis e interrogantes en un proceso de construcción que ha resultado creciente, y que de no haber puesto un punto final, intuyo, podría haber sido casi ilimitado: ¿De qué manera afrontaron los extremeños aquel estado que se generó de una cada mayor pobreza y falta de alimentos? ¿Cuáles fueron las respuestas en términos materiales, pero, también, en términos culturales, si es que las hubo? ¿En relación con qué se adoptaron determinadas estrategias concretas que aún hoy se pueden encontrar fácilmente en el imaginario colectivo, o por qué algunas personas siguieron modelos de comportamiento dados y no otros? ¿Cómo se vieron modificadas las prácticas sociales, hasta qué punto, y en qué momento lo hicieron? ¿Cuáles fueron y dónde estuvieron situados los límites de las respuestas si es que los hubo? ¿Qué fronteras fueron traspasadas y cuándo? ¿Cuáles fueron los roles que adoptaron cada cual en función de sus circunstancias si es que éstos variaron? ¿Cómo han llegado hasta nuestros días los recuerdos y las representaciones entorno a lo que pasó en aquellos tiempos teniendo en cuenta los cambios que se producen en la memoria con el paso del tiempo? ¿Cómo es y cómo fue el papel y la transcendencia que tuvieron determinados alimentos y por qué? ¿Hasta que punto los temores y las experiencias que se dieron entorno a aquellas carencias han afectado a la alimentación en nuestros días? ¿Cómo se tensiona, si es que lo hace, el concepto de hambre cuando el enfoque particular con el que se aborda no es el biológico, sino más bien aquel que se realiza desde la cultura y, con este prisma, a qué llamamos hambre en un momento y en un lugar determinado? Cuestiones y más cuestiones todas ellas que el lector podrá encontrar a lo largo del escrito en su versión completa, y que como podrá suponer me han obligado a un placentero, a la par que tortuoso, ejercicio continuo de exégesis e imaginación intelectual en el afán, no siempre logrado, ya lo advierto, de tratar de responderlas. Contextos La literatura histórica ha mostrado de manera pormenorizada los procesos de imposición de la perspectiva de los vencedores que se puso en marcha en la inmediata postguerra, no solo en lo social y político, sino también en lo económico. La política financiera del nuevo régimen se desarrollaría ad hoc y centrada casi en exclusiva a partir de las decisiones tomadas por un Franco que, carente de cualquier formación en el tema, despreciaba los informes de sus asesores seleccionando solo aquellos que merecían de su arbitraria aprobación personal (Eiroa, 1995). Lo que se imponía era siempre su voluntad políticadictatorial por encima de cualquier sugerencia, documento u opinión fundada que pudiera recibir, conformando con ello toda una política económica personalista que fue conocida con el nombre de autarquía y que se convirtió en un objetivo nacional prioritario. En la economía, explica Payne (1987, p.261), como en tantas otras áreas, el nuevo régimen trató de combinar el ultra-conservadurismo propio de sus conceptos morales con ambiciosos planes renovadores, algo que trataron de sustentar sobre dos pilares esenciales: la independencia económica y la autoridad absoluta. Todo ello fue la base de unas consecuencias que no se hicieron esperar. Como una gran parte de los estudiosos de la economía han demostrado, ni las secuelas de la Guerra Civil, ni el acoso internacional provocado por el aislamiento, ni la incorporación a la economía nacional de la zona republicana, ni tan siquiera la tan “manoseada” sequía, fueron motivos suficientes como para justificar la catástrofe económica que llegaría a asolar a España en la década de los cuarenta. Nada de eso lo justificaba, y tan solo el desastre provocado por el empeño de Franco en su política autárquica y su premeditada ignorancia de los principios más elementales de la economía de mercado lo pueden hacer1. Para España, por aquel entonces un país atrasado, con un mercado interior pobre, subdesarrollada científica y tecnológicamente, con un alto nivel de analfabetismo, mal dotado de productos energéticos, con un presupuesto raquítico, con una fiscalidad ineficiente y lastrado por el fraude… aquellas decisiones constituyeron un suicidio. La fijación política de los precios de los alimentos básicos derivó en que los agricultores cambiaran sus cultivos por otros que no estuvieran intervenidos, generándose una crisis en el mercado agrícola y 1 Parece existir un acuerdo generalizado entre especialistas en historia de la economía que han demostrado que fue la autarquía y no tanto las consecuencias de la guerra la principal causa de la situación social y económica que se vivió en la España de postguerra. Entre ellos cabe mencionar a autores y obras como Barciela, López, Megarejo y Miranda (2001); Barciela y López (2003; 2014); Delgado (2000); Cazorla (2015); Carreras (1989); Payne (1987) o Moradiellos (2000). un desabastecimiento de materias primas esenciales sin precedentes. Los bajos precios a los que fueron tasados los alimentos hicieron que los mercados se movieran en una tendencia inflacionista que abocó a la institución de un mercado negro conocido como “estraperlo”. La renta de los españoles llegó a caer un 23% respecto de la que había antes de la guerra, presentando sus peores datos macroeconómicos de todo el siglo XX y convirtiéndose en uno de los más pobres y subdesarrollados del contexto europeo, generándose con ello un descenso de la calidad de vida tal que llegó a situarse muy por debajo de la de los niveles previos a la contienda, y favoreciendo la aparición de una pobreza extrema, de una miseria generalizada, de carencias y de hambre; sobre todo de mucha hambre en una buena parte de los ciudadanos que se vieron obligados a vivir bajo una economía de subsistencia. Como si la guerra no hubiera sido suficiente, la postguerra vino a rematarlos (Di Febo y Santos, 2005, p.42; Rodríguez Barreira, 2011, p.6; Martí, 1995, p.3; Eiora, 1995, p.104; Del Cura y Huertas, 2007, p.72; Moradiellos, 2000, p.114; Cabañete y Martínez, 2013, p.6; Del Arco, 2006). Para el caso de la región de Extremadura la precariedad hundía sus explicaciones en raíces históricas; y si bien durante la Guerra Civil los daños habían sido limitados en comparación con otros lugares por su condición de ocupada desde el principio, las consecuencias de la crisis provocada por la política económica de Franco fueron, si cabe, mayores que en el resto del país (Linares y Parejo, 2013). En esa trama de empobrecimiento se presentaron las “cartillas de racionamento”2. Una suerte de talonario formado por una serie de cupones -llamados de manera coloquial “sellos”- ante cuyo corte y entrega se presuponía el despacho de unas raciones tipo que habían sido fijadas por Decreto de 28 de junio de 1939, y a través de las cuales el régimen aspiraba a mitigar las escaseces garantizando los bienes básicos de consumo a la población. Sin embargo, lo pensado como solución contribuyó a ensanchar el problema, dada la incapacidad gubernamental para garantizar los suministros mínimos que debían entregarse. Frente al discurso propagandístico del régimen, la “cartilla de racionamiento” representaba a esa otra España asediada por la falta de alimentos y el hambre que marcó la vida de muchos en los años cuarenta. Mientras que los jerarcas del régimen se aferraban a sus 2 El 14 de mayo de 1939 se instauró en todo el país el sistema de racionamiento de artículos de primera necesidad por parte de la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes (CGAT). Un organismo que, creado por Ley de 10 de marzo de 1939 y Decreto de 28 de abril del mismo año, que se encargó de la regulación, el control del abastecimiento y el racionamiento de artículos de primera necesidad en todo el país. políticas como paradigma económico que permitiría disponer de manera autónoma de todo tipo de bienes, la “cartilla de racionamiento” era la constatación de una realidad en la que se plasmaba justo lo contrario, mostrando una España asediada por la escasez y el hambre. Frente al mundo feliz sugerido por las políticas autárquicas, la realidad de las parquedades de una “cartilla” que convertía la vida en un vía crucis. Políticas y disposiciones cuyas implicaciones resultaron especialmente trascendentes para una región eminentemente agrícola y desprovista de una economía de potencia como la extremeña. Algo que, además de llevar al desastre a un importante número de ciudadanos, contribuyó a aumentar las desigualdades entre el campo y la ciudad; entre ricos y pobres. Años de miseria, de pobreza, de intimidación sostenida, de hambre y de sacrificios. Años de dolor que fueron el escenario en el que se insertaron las vidas, las experiencias y los significados entorno al hambre de los protagonistas de esta historia. Hablar de aquellos años de postguerra es hablar de autarquía, sí; de “cartillas de racionamiento”, también; de guerra y de represión… pero, sobre todo, lo que he pretendido en este trabajo es hablar de personas y con personas. De aquellas personas que sufrieron y padecieron; de aquellas personas que vivieron una realidad tan dura que aún permanece viva con fuerza en su memoria. Para la antropología, las ideologías y las prácticas no son nada desligadas de la gente. De modo que para poder entender las complejas relaciones entre alimentación, hambre y cultura necesitamos abordar la especificidad de la sociedad extremeña de postguerra. Una sociedad atravesada por líneas divisorias impermeables y con ciertas peculiaridades respecto a otras zonas de la “España del sur” (Pérez Rubio, 1995, p. 50), que fueron incluso reflejadas por el propio régimen, al hacerse pública su consciencia sobre el atraso económico, las tensiones sociales y las malas condiciones de vida existentes en la región. Así, en la visita que entre el 17 y el 19 de diciembre de 1945 Franco realizó por varios núcleos pacenses, acompañado por los ministros de Agricultura, Obras públicas y Trabajo, afirmó con rotundidad que la provincia de Badajoz tenía “el problema social más hondo de entre todas las provincias españolas” (García Pérez, 2015, p. 139). En aquella sociedad, la élite de la región ocupaba las zonas de mayor privilegio desde el campo. Terminada la guerra, los grandes latifundistas mantuvieron el estatus quo, perpetuando unas condiciones sociales heredadas que les favorecían (Cazorla, 2015, p. 90). Se fortalecieron antiguas relaciones de sumisión entre jornaleros y terratenientes sin importar que ello generase un ambiente de fuertes tensiones derivadas de la alta concentración de la propiedad de la tierra en un número de personas muy limitadas. Los “señores”, acompañados de arrendatarios y administradores, conformaban el estamento más elitista de una sociedad en la que hacían y deshacían a su antojo. Junto a ellos, era posible encontrar al grueso de los estamentos más privilegiados de la época, formados por burócratas y funcionarios de alto rango junto a los militares y, por supuesto, la Iglesia Católica y sus representantes, alrededor de los cuales gravitó gran parte la vida social y cultural de la época. La nota general era la desigualdad; por lo que en el lado opuesto se encontraba el grupo de los "olvidados". Aquí, era posible encontrar perseguidos políticos o aquellos carentes de un “certificado de buena conducta” con el que acceder a un trabajo remunerado. Junto a ellos, también se situaban las viudas y los huérfanos de víctimas de la Guerra Civil que habían luchado, según los vencedores, en el bando “equivocado”. Pobres infelices que además de sufrir la pobreza general fueron también víctimas de la orgía de violencia y persecución en la que el régimen se instaló en los primeros años de la década de los cuarenta. Junto a ellos, los campesinos encarnaban el prototipo de la pobreza extremeña3 en un contexto en el que casi dos terceras partes de los activos de la época en la región se dedicaba a la realización de labores agrícolas y ganaderas (García Pérez, 2015, p.134). Merced a un efecto llamada del campo como posible solución a sus problemas económicos, muchos acabaron como mano de obra barata, poco cualificada, y a expensas de las fuertes exigencias por parte de la patronal. Las relaciones laborales incluyeron la aceptación de jornadas sin limitación de horario, falta de descanso dominical o la prestación de trabajos nocturnos (Pérez Rubio, 1995, p. 294). 3 La mayoría de los campesinos eran yunteros únicamente provistos de “dos míseros borriquillos y un arado primitivo”, según la definición dada por el Instituto de Reforma Agraria (1936), y que carecían de tierras suficientes en las que emplear los aperos, algo que sin duda condicionada su existencia (Pérez Rubio, 1994, p. 114-115). A su lado, los braceros eventuales, sin patrimonio alguno (Pérez Rubio, 2015, p. 143), que la mayor parte de las veces eran únicamente contratados para actividades puntuales y, a menudo, con salarios muy inferiores al resto de trabajadores (Ibíd., 276). Además, en los escalafones más bajos de la jerarquía rural extremeña también era posible encontrar toda una variedad de especialistas en las más diversas tareas agrícolas y ganaderas: gañanes de sementera, segadores en trigo, cortadores de encinas, vareadores de encinas, porqueros eventuales, recogedores de bellotas, peladores de ovejas o unos pastores que se desplazaban por todo el territorio junto a sus familias, con sus “chozos” a cuesta ,hasta ser contratados para el cuidado del ganado y cuya vida, incomunicados casi siempre en medio del campo, transcurría en pésimas condiciones (Medina García, 2010). A la penalidad del trabajo se sumaba un salario insuficiente y la ansiedad derivada de la estacionalidad de éste. Los contratos podían ser por temporadas o incluso por días; cada mañana los jornaleros acudían con puntualidad a las plazas públicas con la esperanza de ser seleccionados por los capataces, si bien como máximo los más afortunados llegaban a conseguir 120 días de trabajo al año (García Pérez, 2015, p. 150). No obstante, la configuración social extremeña no resultaba tan sencilla. A la dicotomía clásica del rico y el pobre, el empleado y el campesino, el latifundista y el jornalero, se podía añadir una amplia gama de matices que abocó a numerosas personas a un grupo intermedio. Se incluían aquí los trabajadores que disponían de trabajo fijo. Los guardeses y capataces fueron el ejemplo de este tipo de asalariados. Mayorales o vaqueros también tenían asegurado el trabajo, considerado no obstante de menor calificación, pero todos ellos conformaban una suerte de clase media. Sin dependencia directa de los señores y de sus tierras, en algunas zonas rurales de Extremadura también era posible encontrar aquellos otros que gozaban de unas mínimas capacidades de autogestión a partir de actividades como el cultivo de pequeños huertos de su propiedad, de donde extraían productos de primera necesidad como cebollas, tomates, patatas, lechugas o legumbres, y que les servían no solo para completar la dieta, sino además también como moneda de cambio en los habituales trueques o intercambios (Flores del Manzano, 1998). También en este grupo era posible encontrar a los habitantes de las ciudades extremeñas y de aquellas otras que sin serlo contaban con más de 10.000 habitantes, recibiendo tradicionalmente el nombre de agro-ciudades: Mérida, Villafranca de los Barros, Almendralejo, Coria, Villanueva de la Serena, Don Benito, Montijo, Zafra, Navalmoral de la Mata… entre otras. Ciudades y pueblos grandes que se encontraban directamente conectadas con el sector primario y donde el grueso de su población estaba formado por profesionales de diversos oficios, artesanos, funcionarios de rango bajo, modestos comerciantes, empresarios de nivel bajo y ciudadanos que con trabajos más o menos puntuales formaban parte de una suerte de “clase media urbana”. Un grupo que sin duda tenía un mayor acceso a los alimentos correspondientes al racionamiento, los comedores sociales e incluso al “mercado negro” o el trueque. Ficciones Esta Tesis Doctoral se ha construido como un texto intencionadamente descompensado en el que han primado las experiencias de los informantes por encima de todo lo demás, pero en el que sin embargo también se ha atendido a otras formas de narrar lo que ocurrió en un intento de poner sobre la mesa una triple visión del hambre y de sus consecuencias pasadas y presentes, todo con el objetivo final de que sea quien lee, y no yo mismo, el que tenga la capacidad de juzgar la historia. Ya se sabe que, en antropología, donde se desconfía de todo aquello que resulte demasiado “cerrado”, no está bien visto hablar de una “realidad” en singular y debemos hacerlo de “realidades” en plural, por lo que, para el caso que me ocupa, parece justo que sea el lector quien tenga acceso no solo a la versión y las experiencias de aquellos que sufrieron el hambre con toda su crudeza, sino también, aunque sea de manera un tanto más superficial, a aquellas otras que narraron el problema desde la distancia del exilio, o aquella otra particular relectura que el régimen franquista tenía de la cuestión. He atendido, por lo tanto, se podría decir, a dos “ficciones”-la del régimen y las opuestas- en términos de Geertz (1987), a las que he tratado de confrontar las vivencias de la gente en un intento de matizar lo máximo posible lo que ocurrió, mostrando para ello tres verdades muy diferentes en torno a un mismo hecho, y siempre quedando claro que el término “ficción”, en el sentido cultural de la palabra que aquí se usa, no se refiere a una falsedad o a una interpretación equivocada, sino que más bien alude a las diferentes representaciones del entorno que los individuos hacen en un momento dado y que, como todas, incorporaban parcialidades. Con respecto al régimen, he procurado de mostrar la forma en la que éste llegaría a fabricar toda una ficción propia en base a un halagador auto-retrato de las bondades que suponía adherirse a sus preceptos, algo que pronto se acabaría convirtiendo en una verdadera caricatura de la situación a la que asistían atónitos la mayor parte de los españoles que, miraran donde miraran, no podían ver aquel particular mundo franquista, y sí, por el contrario, las desgarradoras estampas de la pobreza, las enfermedades, el hambre y la desnutrición. El l régimen se esforzó por conformar una auténtica verdad propia a través de toda una suerte de “paz gráfica” con la que Franco trataba de suministrar un “placebo” basado en verdaderas cortinas de humo. Una construcción monolítica, todo sea dicho, que se encontraba a medio camino entre la ceguera pretendida, la relectura, las ambiciones y los intereses, y de la que sin duda la población era consciente, pero ante la que probablemente prefirieron mostrar cierta ceguera autoimpuesta más preocupados, como estaban, por intentar sobrevivir. Casi como una consecuencia inevitable, no tardaron en aparecer otras versiones muy diferentes a las del régimen que ofrecieron su propio relato de lo que estaba pasando en aquella España de postguerra. Fueron otros discursos que bebieron de las fuentes más variadas y consiguieron ver la luz para mostrar una España que nada tenía que ver con las inmaculadas escenas de la propaganda falangista. Fueron aquellas otras ficciones opuestas, alternativas, paralelas, en ocasiones subversivas podríamos decir. Otra forma de narrar las cosas, otra forma de ver lo que estaba pasando que se alejaba como la noche del día del relato “oficial”. Aquellas “otras” versiones se podían y aún se pueden encontrar hoy en día en las viejas páginas de la prensa republicana editada en el exilio. También era, y es posible, hallar una cotidianidad diferente en los escritos e informes secretos a los que con el tiempo hemos podido acceder y que, en su mayoría, provenían de observadores internacionales, sobre todo Diplomáticos y cuerpos oficiales destinados en España. Igualmente resulta posible consultar los diferentes estudios de carácter médico a través de los cuales algunas organizaciones internacionales trataron de aproximarse a las carencias alimentarias y a sus consecuencias. También las artes era una fuente excelente -a través de algunos de sus géneros- para dar testimonio de lo que ocurría. Y, por último, también es posible bucear en los rincones de la trastienda de la época a través de las imágenes y los reportajes publicados por un nutrido grupo de intrépidos fotógrafos que se mostraron deseosos de alumbrar la realidad fascinados por un país que desde el exterior se veía como una rara avis. Vivencias La España de postguerra se convertiría con todo ello en un país cuya vida acabó transitando entre verdades parciales; entre ficciones; entre certezas de los unos y de los otros; entre mundos dispares y del todo antagónicos. Sin embargo, entre toda aquella densa bruma de polvo capaz de envolverlo todo también había un pueblo de gente corriente, de gente de a pie; gente común que subsistía como podía, agazapados para no hacer ruido y no llamar la atención amedrentados como estaban por la espiral de violencia que todo lo permeaba. Mudos, ocupados en encontrar cualquier cosa que llevarse a la boca. Personas que día tras día se levantaban para enfrentarse a la cruda realidad de una Extremadura y de una España sumidas en la más triste de las pobrezas, muy distinta de aquella que el régimen trataba de mostrar. Era un pueblo angustiado, petrificado no solo por el odio y el rencor salidos de la guerra, sino también por la losa que sobre ellos pendía al soportar la cotidiana incertidumbre de las carencias de todo tipo como forma de estar en el mundo. A medida que la postguerra y las políticas autárquicas fueron avanzando, el universo culinario anterior a la guerra de la mayor parte de los extremeños se fue reduciendo a poco más que un mendrugo acompañado por un puñado de legumbres, regadas por una mínima cantidad de aceite, si era posible, alguna sopa o “guiso lavado”, un excepcional consumo de productos cárnicos que se reservaba, si es que se podía, para los momentos festivos, y un muy limitado consumo de frutas y verduras. Eso era todo. Ya no quedaba nada o casi nada de lo que anteriormente había configurado platos y servía para la comensalidad, de modo que muchas personas se vieron empujadas a caminar por el abismo de los límites. Pobres abocados a la desesperación del que no tiene nada para comer, donde las preocupaciones las marcaba la búsqueda por encontrar algo que llevarse a la boca. La comida y sobre todo su escasez como determinantes actitudinales de primer orden, pero también como matrices de unos sentimientos que todo lo permearon, consecuencia de ese ineludible nexo entre lo emocional y lo alimentario. A aquella España oscura, de luto, triste y con miedo recién salida de la guerra y en plena orgía de represión; se le unió otra España rebosante de penas, de lágrimas y de añoranzas por las raciones menguantes que crearon un clima emocional construido alrededor de la turbación y de unas escaseces que se alzaron como paradigma de la desgracia. Un país melancólico, de “mal humor” como indica Arasa (2008), que vagaba desconsolado por las afligidas noches de un tiempo de pesadumbre. Ante aquella situación, la respuesta de una buena parte de los extremeños vino en forma de una extraordinaria multiplicación de “estrategias” –tanto mayor la respuesta a mayor la penuria- de adaptación frente a las escaseces y el hambre, a través de lo que algunos autores han llamado como “armas de los débiles”. Todo un conjunto de maniobras de resistencia cotidiana que variaron en diferentes momentos o circunstancias condicionadas por los imaginarios y las nociones morales en liza (Rodríguez Barreira, 2011, p. 19; 2013, p. 151- 158) y que, en tiempos de convulsión, de odio, de imposiciones y de divisiones, es muy probable que se comportaran como auténticos estabilizadores sociales. La mayor parte de aquellas personas, se podría decir, respondieron con una batería de “medidas urgentes” (Thompson, 1971) , de retóricas o resistencias culturales, que las llamaría Carrithers (2009, p. 6) si el enfoque es el de un etnógrafo, que se multiplicaron en una circunstancia límite y cuyo objetivo fue el de luchar contra la acuciante necesidad de saciar el apetito; pero también el de hacer frente a las nostalgias que inevitablemente crecían ante las ausencias culturales. Hecha la referencia a Carrithers, merece la pena acercarse a la definición que el autor hace de cultura cuando habla acerca de cómo ante la continua amenaza de la incertidumbre, de la oscuridad y del peligro, la gente responde aplicando el conocimiento nativo y los “ingenios de la cultura” extraídos de un fondo común, para con ello alejarse de lo incoado (2005, p. 442). Nada más incoado hay que el hambre y la necesidad extrema, por lo que esos ingenios, esas retóricas capaces de conectar lo aprendido -el fondo de reserva de materiales mentales y disposiciones de las que disponemos- con lo que sucede (Ibid., 2009), también aparecieron en la postguerra española. Ante la llegada de las raciones menguantes, las incertidumbres y las nostalgias, una buena parte de la población respondió con una réplica poliédrica de recursos culturales ante un hecho tan complejo y con tanta capacidad de generar padecimiento físico y moral como es la falta de alimento. Algo que, por otra parte, no podía ser de otra manera, si nos atenemos a la definición que Mauss (1950, p. 147) hace de la alimentación como un “fenómeno social total”, y que obliga a que cuando aparece el anverso de su moneda, el hambre, las respuestas no puedan ser simples, limitadas al acopio de comida en términos estrictamente materiales; sino que más bien precisan de ser “totales”, en el sentido de que también deben darse posibilidades y alternativas que den cabida a esos transcendentales planos simbólicos y culturales asociados a la comida. En este terreno de complejas respuestas, el estraperlo y el “mercado negro” se alzaron como un fenómeno de trascendencia social a la que se vio abocada una buena parte de la población empujada por la crítica miseria cotidiana los que más; pero también por las ansías de enriquecerse los que menos. Ya fuera como suministradores, como consumidores, o ya fuera como intermediarios, casi todo el mundo acabó participando en la postguerra de una suerte de economía informal “adaptada a un sistema de subterfugios” -que indica Delgado (2000, p. 162)-, regida por sus propias leyes que se deslizaban al margen de la legalidad para crear toda una estructura paralela de aprovisionamiento (Medina García, 2003, p .115). Junto al “mercado negro”, no hay que olvidarse de aquello que algunos autores han llamado como “mercado gris”. Un recurso de acopio que en esta ocasión llegaba desde lo más profundo de la ruralidad extremeña y que en ciertos momentos llegó a cobrar en la región una transcendencia inusitada. Algo que en cierto modo supuso una ventaja decisiva para enfrentarse a la precaria situación de la época frente a otros lugares de la geografía española donde no fue posible Por último, entre las retóricas que he analizado cuyo punto en común era el de moverse al margen de las normas del Estado, parece imposible no hacerse eco de un fenómeno que fue fiel reflejo de hasta qué punto surgieron fricciones en una sociedad en la que las desigualdades hacían que a duras penas pudieran convivir el derecho a la propiedad con el derecho fundamental a la vida. Me refiero a los pequeños hurtos o robos que eran practicados por personas de muy humilde condición a las que ni tan siquiera les quedaba el recurso de acudir otras posibilidades. Con respecto a la solidaridad como retórica, se podría decir que se trató de una estrategia dinámica determinada por las circunstancias individuales y familiares. No se podría, por tanto, hablar de una uniformidad de comportamientos o de una estrategia o respuesta cultural generalizada como otras muchas etnografías han sugerido; y sí más bien de una retórica ciertamente dinámica que variaba en función de los entornos de hambre y de la disponibilidad de alimentos. Una serie lineal de adaptaciones al estrés que determinaría que, mientras que para algunos la solidaridad fue una elección, para otros muchos fue una verdadera estrategia o retórica cultural que se vendría a sumar a las que vengo describiendo. Con respecto a la elección continúa de la cuchara como respuesta a las escaseces que analizo en el texto; desde mi punto de vista sería una nueva estrategia, en este caso exclusivamente de carácter cultural o simbólico, con la que los extremeños de la época reaccionaron ante las crecientes ausencias en la dieta. De este modo, con lo poco que se podía conseguir se trataba de utilizar la cultura para que las comidas “llenaran” o “saciaran” en lo material todo lo posible, pero que también lo hicieran en los planos simbólico e ideológico. Los relatos hablan de cómo ante los crecientes problemas, los recursos y los ingenios comentados fueron cada vez mayores; como sí a muchos la necesidad de seguir adelante les hubiese hecho aún más fuertes; como si la cultura hubiera sido su gran aliada al permitirles responder rescatando todas esas potencialidades que se encuentran en un fondo común y que se activan solo ante la llegada de vicisitudes (Carrithers 2005; 2009). La cultura como oportunidad, un hecho que sin duda merece de cierta reflexión, puesto que al menos en principio iría en contra de una de las afirmaciones más repetidas en la antropología de la alimentación desde los tiempos de Holmberg ([1950] 1969), cuando afirmaba que ante la llegada del hambre era inevitable que la naturaleza sobrepase a la cultura. Lo que ocurrió en la postguerra fue justo lo contrario, en el sentido de que llegaron nuevos ingenios en forma de una verdadera multiplicación de reacciones, de intentos de apuntalar lo material, pero también los cimientos de lo cultural. Un creciente número de argucias y de recursos culturales que trataron de combatir aquella batalla que había llegado después de la guerra; quizá la peor de las batallas, la del hambre. De este modo, hubo otro grupo de respuestas que invocaron a la inventiva y a los recursos imaginativos. Llevarse algo a la boca se convirtió en un ejercicio que precisó de unas dotes de imaginación que por aquellos tiempos encontró un amplio campo para expresarse (González de Turmo, 2002; Abella, 2008). En la postguerra se hicieron verdaderos esfuerzos por darle a los alimentos disponibles el aspecto y el lugar de aquellos que faltaban; todo con el objetivo final de que permaneciera el significado cultural, para que continuaran vivas todas sus propiedades simbólicas más allá de los puramente materiales. La postguerra fue, por tanto, el escenario perfecto para eso que Fischler llamó toda una suerte de “bricolaje culinario” (1995, p. 157) destinado a reproducir lo mejor posible los platos y los alimentos cuyas ausencias generaban las mayores penas y nostalgias Aún con todo, los rigores de un hambre que no daba tregua obligaron a muchos a ir incluso más allá. Llegaron a comerse alimentos que poco antes eran impensables y que siempre son rechazados en tiempos de bonanzas. Alimentos a los que Leach (1974) se refirió en su momento en términos de “conscientemente tabuizados”, y que son dejados al margen o son solo utilizados para dar comer a los animales. Un tipo de cocina y pertrechos que en la postguerra entraron en juego a través de una plasticidad cultural capaz de ensanchar los límites de las definiciones de lo que se considera comestible. A estos revivals alimenticios además se sumaron los “acercamientos”. Me explico. Cuando hablo de “acercamientos” trato de categorizar de alguna manera aquellas aproximaciones a la órbita de lo que resulta comestible, en términos culturales, de esos alimentos situados en el imaginario incluso más allá de la periferia, es decir, alimentos que podríamos definir con el término de “lejanos”. Me refiero aquí a aquellos alimentos que son tan distantes y apartados que resultan del todo denostados para su consumo, y que por lo tanto adquieren la categoría de tabú, “inconscientemente tabuizados” que para este caso diría Leach (1974), dado que su uso es siempre rechazado y provoca todo tipo de repulsas. Serían, esos alimentos que ni siquiera se consideran nutritivos en modo alguno y que, apropiándome de términos del mismo Lévi-Strauss, resultarían malos para pensar, y en consecuencia se destaparían como malos para comer. Sin embargo, en tiempos de carencias, donde los límites se ensanchan hasta lo insospechado, se consumirían a través de recetas culinarias como ingenios culturales. Formas de camuflaje y arquitectura culinaria que posibilitaron en el caso de la postguerra el cambio topológico y con él, la modificación del estatus ideológico que permitía que lo lejano se acercara y lo cercano se alejara. La renuncia consciente a una buena parte de las particularidades organolépticas de aquello que se comía, es decir “hacer de tripas corazón”, fue otro de los recursos culturales que se utilizaron. Para muchos, especialmente los más necesitados, fue necesario toda una deconstrucción de las significaciones asociadas a las propiedades de la comida tan importante que llegó a adquirir el corpus de una nueva “arma” o “estrategia” de afrontamiento, para lo que se sacrificó la importancia de casi todas las sensaciones en aras de perpetuar el significado y de mantener la posición de los alimentos en la estructura alimentaria (González de Turmo, 2002, p. 304). Pues bien, a través de todas estas “estrategias”, “armas de los pobres”, “armas de los débiles”, “ingenios de la cultura” o “recursos culturales” relacionados con la comida y el comer, los extremeños trataron de ampliar los pocos alimentos que las políticas autárquicas habían dejado disponibles, al tiempo que en cierto modo se luchaba por no renunciar a la estructura nutritiva que era tradicional. Revestidas de la cultura gastronómica propia, algunos miembros de las clases altas, pero sobre todo los que formaban parte de los estamentos medios, recurrieron a una multiplicación de formas de afrontar el hambre que llevaba implícito un desesperado intento de conseguir comida, pero al mismo tiempo de no renunciar a la propia entidad culinaria, de no desistir a los significados. Trataban, se podría decir, de llevarse a la boca lo que se podía, pero buscando siempre evitar sobrepasar ciertos límites que condujeran al marasmo cultural. Así, las estrategias de postguerra frente al hambre se dieron en un plano que fue necesariamente mixto entre lo material y lo cultural, una unión indisoluble en el sentido expresado por De Garine (1994) cuando indica que no hay ninguna razón por la cual los puntos de vista utilitarios y simbólicoestructuralista deban excluirse el uno al otro. De este modo, la cultura, en el sentido que Carrithers la entiende (2005; 2009), se alzó en los primeros años del franquismo como vehículo -al tiempo que como guía y oportunidadque se utilizó contra el hambre y las cada vez mayores carencias, demostrando una vez más la posibilidad que tienen los agentes sociales de dar respuestas subjetivas a situaciones objetivas (Godinho, 2018). Porque el hambre lo es de alimentos, pero también lo es de identidad, de símbolos y de significados, y por ello es necesario que, además de procurar el mero acopio material, se realicen esfuerzos dirigidos en el sentido de paliar también las ausencias y los vacíos simbólicos en la línea que indica Vernon (2011), cuando asevera que incluso en la privación material más dura los factores culturales son tan importantes como su realidad más cruda. En todas estas respuestas, no resulta posible olvidarse del papel que jugaron las mujeres, que sin duda merece ser documentado y al que resulta imprescindible acercarse si lo que se pretende es ser fieles en la descripción y la interpretación de la postguerra española. Al tiempo que cualquier publicación que pretenda indagar en la alimentación, o en su reverso, es decir, las consecuencias y los afrontamientos del hambre, debe tener siempre en cuenta la variable sexo/género; puesto que las mujeres son y han sido, como apuntan Mennel, Murcott y Otterloo (1992), quienes al final han acabado velando históricamente por la alimentación dentro del núcleo familiar, merced a una evidente asunción natural del cuidado de los miembros de la familia, que diría Mabel Gracia (1996). Fueron ellas principalmente la base fundamental de gran parte de las prácticas o recursos culturales que se utilizaron contra el hambre: el micro-estraperlo o el “mercado negro”, tan recordados en Extremadura, son buenos ejemplos de ello. Que fueran también ellas las que esperaban pacientemente las largas colas del racionamiento; que fueran ellas las que protestaran ante las injusticias de la época; y que fueran ellas, también, las que aparecieran en mayor medida como responsables de aquellos pequeños hurtos cuyo único objeto era el de poder comer (Rina, 2011, p. 596). Pero no solo esto, puesto que la inventiva e imaginación, los aprovechamientos, los sucedáneos y un sinfín de formas más de encarar las carencias tuvieron en la postguerra un evidente nombre de mujer. No obstante, no todos pudieron esgrimir las mismas respuestas. Hubo -así se deduce de los relatos que he podido recopilar- también en la Extremadura de postguerra ese tipo de hambre que empujaba de forma irreversible hacia el particularismo y hacía el individualismo. Esa hambre que aparece en unas narrativas que sobrecogen al ser escuchadas porque hablan de desesperación y de límites mutilados hasta donde la imaginación puede llegar. Un hambre sobre todo de carácter rural que se cebó sobre todo con aquellos a los que ya me he referido como los estamentos más bajos del campo extremeño y que otros autores como García Pérez (2010) han llamado “campesinos pobres”. Hubo un hambre en Extremadura de carácter a-cultural, donde ya no era posible pensar los alimentos, donde ya no había estrategias o recursos culturales que sirvieran de guía porque los límites se habían sobrepasado. Ya no valía la memoria colectiva de hambrunas remotas desde la que incorporar alimentos, ni cucharas que saciaran… ni nada; puesto que las emergencias de los cuerpos famélicos solo atendían a comer, lo que fuera. Porque cuando el hambre apretó la presión de la naturaleza sobrepasó a la cultura y empujó a comer cualquier cosa al estilo de lo que en su momento afirmó Strauss (1976, p. 389). Quienes caminaron por los espacios de aquella hambre lo hicieron, como muestran los relatos, por plazas sombrías cuyo tránsito supuso alejarse de lo humano para acercarse a lo animal, puesto que somos más humanos cuánto más saciados estamos, afirma Caparrós (2014). Solo así es posible explicar la forma de comportarse de aquellos seres famélicos que, acuciados por el terrorífico puñal de la necesidad, obraban más como reses embravecidas que como personas racionales. Espacios donde la cultura ya no definía al hombre y donde sin ella el hombre se convirtió en “bestia”, tal y como lo define Crescencia: “Como las bestias, claro que sí, claro que sí. Comíamos lo que podíamos como si fuéramos unas auténticas bestias. Había otras hierbas que se criaban mucho cuando llovía porque en aquellos años estaban todos esos parrales llenos de hierbas. Esas hierbas, el regajo, los aderones los comía mucha gente. Los regajos en ensalá … porque eso se criaba mucho en los canchales. Ibas con una tijera, le cortabas ná mas así porcima , y si tenías mucha hambre te los comías tal cual […] Y se echaba mano de los algarrobos, comida para los animales, qué abriéndolos les acaban las semillas qué puestas a remojo sustituían a las ausentes lentejas. Como si fuéramos bestias. Eso es para el ganado, pero lo comían las personas…”. Representaciones Un elemento esencial de lo que vengo aquí contando es el que supone que al bucear entre las mareas de una memoria tan traumática como es la que se deriva de la falta de alimentos, no solo cobra trascendencia el rescate de las vivencias, las respuestas o la interpretación de los comportamientos que he venido relatando; sino que, además, cuando uno trata de hacer lo que se supone que hacen los antropólogos, es decir pensar a cerca de los marcos de significación y las representaciones mentales, cobra también especial trascendencia la construcción que los individuos han hecho de toda aquella experiencia en el presente. Relacionado con ello, en esta etnografía hubo un echo de especial importancia que me obligó a una profunda reflexión, máxime cuando he de reconocer que en los primeros pasos derivó en una suerte de nudo gordiano -en el sentido de que no lograba crear categorías adecuadas para situar lo que los informantes me estaban contando-. Me refiero, a que muy a menudo en las entrevistas algunas categorías se repetían una y otra vez, a pesar de que se trataba de distintos informantes y a pesar también de la continua presencia de amnesias y olvidos. Hablo de la continua presencia de dos condiciones cuya diferenciación resulta, desde mi punto, esencial en el fondo reflexivo que subyace en esta Tesis, cuales son las de “hambre” y “escasez”. Grosso modo se trataría, el “hambre” y la “escasez”, de dos realidades que según las evidencias rescatadas habrían convivido en la postguerra extremeña, dos ámbitos de significación diferenciados -algo así como la distinción que realiza por De Garine (1990) entre “apetito” y “hambre” - reconfigurados con el paso del tiempo y que desde mi punto de vista bien podrían corresponderse la primera –“el hambre”- con la representación derivada de los comportamientos más extremos de carácter individualista que ya he descrito; y con aquella otra construida por las personas cuya respuesta a las carencias estuvo plagada de estrategias de afrontamiento ante el hambre, la segunda –“la escasez”-. Fue, así lo creo yo, la ausencia total del pan de trigo como alimento cultural básico y la imposibilidad de conseguirlo la clave de bóveda sobre la que se construyó -y aún se sigue construyendo- esa transcendental separación, puesto que son muchos los testimonios que sitúan justamente ahí el punto de diferenciación, un aspecto que abordaré con detenimiento en el epígrafe siguiente en el que presento las conclusiones de esta investigación. Conclusiones Finalmente he decidido poner punto final y broche de cierre a esta investigación a través de dos grandes bloques de conclusiones. Por un lado, hablo de aquellas que podríamos llamar de un índole social y cultural; mientras que del otro se situarían aquellas de un cariz más político. En relación con los aspectos sociales y culturales, esos a los que el antropólogo debe atender de forma innegociable en toda investigación, esta etnografía se ha movido por los mismos senderos ideológicos que tantas reflexiones anteriores han concluido; cual es la confirmación de que, como diría López García (1998), los alimentos no son con mucho una masa indiferenciada de materias y energías, sino que a ello también hay que sumarle la transcendencia que tienen las valoraciones, las concepciones y las emotividades que tienen asociados, es decir, su propio capital simbólico. Un hecho que acaba determinando que la comida y el comer, pero también su ausencia, es decir, el hambre, se alcen como un universo extraordinariamente complejo repleto de sentidos y significaciones contextualmente definidos, cuyo análisis precisa irremediablemente de un dialogo entre variados frentes, incluyendo siempre ese particular ángulo de visión que solo es capaz de alcanzarse desde la lente ofrecida por la cultura. Por lo tanto, la primera conclusión de esta investigación no es para nada original, y vendría determinada por la confirmación de la imposibilidad de mirar al hambre de forma “holística” si ello no se hace también desde el análisis que es capaz de aportar la antropología, sobre todo porque, como dijo Barthes (2006), sus unidades de análisis son muy distintas de las utilizadas por el resto. Con este hecho asumido, la forma en la que yo me he enfrentado a esta etnografía ha sido similar a la que probablemente lo hubieran hecho en su momento De Garine (1994) o Goody (1995), cuando indicaban que no hay ninguna razón para que los puntos de vista materialistas y simbólicos se excluyan mutuamente, puesto que ninguno de los dos tiene el monopolio de la razón. Sobre esta base, algo que podríamos entender como los cimientos teóricos sobre lo que se ha construido todo lo demás, a lo largo de esta Tesis Doctoral he reflexionado hondamente a cerca de la centralidad cultural del pan de trigo en los tiempos de postguerra -pero también antes -. No se trata tampoco de nada nuevo, puesto que como afirman De Garine y De Garine (1998) algunos alimentos tienen la capacidad para centrar la atención en un contexto determinado, algo que ha ocurrido sin duda para el caso de las culturas mediterráneas, donde el pan de trigo ha tenido una trascendencia histórica sin parangón. Sin embargo, lo que he tratado de exponer en este escrito va más allá, al subrayar que, en tiempos de carencias, como fue el caso de la postguerra, el pan y su falta fueron tan importantes que se erigió como la piedra de bóveda capaz de determinar respuestas y demarcar fronteras; algo con tal fuerza que incluso sus consecuencias han llegado hasta el presente. Respecto de las respuestas, esta investigación ha tratado de demostrar el hecho que supone que las réplicas al hambre de postguerra fueron una lucha mucho más densa y compleja que la que supone encontrar algo que simplemente llevarse a la boca. En cierto modo, lo que he venido a poner sobre el tapete ha sido justo lo contrario de lo que en su momento afirmaron autores clásicos de la antropología alimentaria de la talla de Holmberg ([1950] 1969) o Turnbull (1972) entre otros, para quienes ante la llegada del hambre era inevitable que la naturaleza sobrepasara a la cultura. Lo que yo he concluido, por el contrario, ha sido que, ante la cada vez más acuciante situación, gran parte de la población reaccionó a través de un buen número de ingenios que lucharon por apuntalar los recursos materiales; pero que, además, lejos de caer en una disolución que podríamos llamar turnbulliana, también se esforzaron por asegurar los cimientos de lo cultural. Respuestas que pretendieron como es lógico acopios alimenticios ante las escasas posibilidades de bienes de consumo a los que la población tuvo acceso como consecuencia de las políticas franquistas; pero que también buscaron con ahínco la reparación de un tejido simbólico culinario gravemente dañado. Algo que explicaría los enconados empeños por no comer cualquier cosa, aunque ésta no siempre fuera la mejor posibilidad desde el punto de vista estrictamente nutricional. De este modo, en la postguerra se dieron desesperados intentos por buscar una mínima nutrición que colmara los estómagos cada vez más rugientes, al tiempo que se hicieron grandes esfuerzos por saciar una mente que clamaba consuelo con una fuerza creciente. Es por todo ello, por lo que a aquella pregunta que me realizaba en su momento sobre de qué manera afrontaron los extremeños de forma general aquel famélico estado que se generó, la respuesta la he dado a partir de la hermosa definición que Michael Carrithers hace de cultura (2005; 2009). Para el autor -y en consecuencia para mi mismo en relación con el contexto de la postguerra- la cultura se alzaría como un recurso y no como algo que se diluye ante las dificultades, al entenderla como un fondo de disposiciones, potencialidades y posibilidades que son capaces de servir de guía para las personas ante la amenaza de la incertidumbre y la oscuridad, para alejarse, se podría decir, de lo incoado, representado en este caso por el hambre. Sin una aparición necesariamente lineal, como ya he comentado, la mayor parte de los extremeños respondieron, a medida que las escaseces aumentaban, con un creciente número de “armas” o de “herramientas” que parecieron tomar vida y que tuvieron como punto de partida, al mismo tiempo que objetivo fundamental, al pan; aunque también fueron importantes otros alimentos que resultaban intensamente significativos. “Ingenios de la cultura” que generaron importantes cambios en múltiples planos que fueron tan fuertes que incluso llegaron a determinar alteraciones sociales y culturales, provocándose redefiniciones morales colectivas o dinámicas cambiantes en torno a categorías sociales de la importancia de la solidaridad o instituciones como la familia. Pero como todo en la postguerra y sobre todo en Extremadura, las decadentes raciones también tuvieron un marcado gradiente social. No todos los cuerpos sufrieron de igual forma el impacto de las raciones mermadas, ni todos pudieron esgrimir las mismas respuestas. Así, esta investigación también ha mostrado relatos de una Extremadura sumida por completo en una desesperación que se cebó sobre todo con aquellos a los que Pérez García (2010) ha llamado “campesinos pobres”. Un hambre principalmente -aunque no exclusivamente- de índole rural -al contrario de lo que ocurrió en otros contextos- que se dio entre aquellos que moraban recónditos pueblos sometidos al aislamiento y la autosuficiencia, y donde es posible afirmar que se dieron comportamientos en los márgenes que podrían encontrar, ahora sí, un cierto atisbo de paralelismo con aquellos que se dieron entre los siriono o los ik, por citar solo los ejemplos más conocidos. Una Extremadura donde era posible aplicar la metáfora de López García y Mariano Juárez (2015) según la cual “por donde pasaba el caballo del hambre, era imposible que crecieran los campos de la cultura” (p. 1890). Una Extremadura de particularismo y comportamientos individualistas, de desesperación, de cultura arrasada y de límites mutilados; de fragilidad del orden y de las instituciones; de marasmo e incoación. Unas clases pobres que se vieron en definitiva avocadas a sufrir el hambre en un doble sentido: el de la falta calórica, por un lado, pero también el de la incapacidad para jugar con estrategias culturales que pudieran atemperar la pérdida de valores simbólicos. Situar cual fue la frontera capaz de determinar que hubiera personas que de un lado transitaran por sombríos abismos, mientras que del otro aún era posible recurrir a estrategias de afrontamiento, ha sido quizá el momento reflexivo culmen y la gran conclusión de esta investigación, máxime cuando de los relatos de mis informantes resulta sencillo deducir que muchos de ellos debieron moverse peligrosamente en el filo de la navaja. Aquí, es cuando entra en juego la desventaja a la que se enfrenta un etnógrafo que se ve inmerso en un trabajo de campo al que llega con varias décadas de retraso, y por lo tanto sin la posibilidad de explorar el entorno etnográfico in situ. Aún así, me muestro convencido de que esto no es algo indispensable, y de que resulta posible dar respuesta a esta pregunta en las representaciones culturalmente construidas que mis informantes hacen en el presente sobre lo que allí pasó, siempre que para su análisis se utilice el enfoque adecuado. Algo que por otro lado se incardinaría a la perfección con otra de las preguntas que me he realizado en varias ocasiones, y que tiene que ver con la forma en la que aquellos tiempos han llegado hasta nosotros teniendo en cuenta que los recuerdos no son una mera cuestión de reconstrucción, sino que además también lo son de percepción, apreciación y significación actual. Frente a la búsqueda de la verdad histórica, se podría decir, la memoria se asume como una particular mezcla de hechos, ficciones, recuerdos inventados y paso del tiempo que nos permite hablar del pasado, pero desde el presente. Teniendo en cuenta esta idea, es cuando se alzó como realmente significativo el hecho que supuso que en muchas de mis entrevistas dos categorías se repitieran una y otra vez. Hablo de las dos condiciones que he tratado de diferenciar a lo largo del texto: el “hambre” y la “escasez”, y que fueron las que me pusieron sobre la pista de la línea divisoria a la que anteriormente me refería. Para la mayor parte de mis informantes, el recuerdo de la situación vivida por su familia en los tiempos de postguerra está mediado a través de la representación de “escasez”, entendida como un estado casi liminal que ni era estar “saciado” ni era estar “hambriento”. Podríamos decir que, para ellos, desde la reconstrucción del presente, se advierte de la realidad del hambre, a la vez que de alguna manera parece ser negada, hasta el punto de que en muchas ocasiones aparecería exclusivamente en la piel de otros. Ahora bien, cuando estos informantes me contaron que escaparon del hambre o que la sufrieron menos que otros vecinos, no quitaban ni mucho menos razón a su presencia y efectos funestos, por el contrario, aunque parezca paradójico, lo que estaban haciendo en mi opinión era enfatizar la presencia de aquellas estrategias que he descrito a lo largo del texto, generándose a partir de ellas un cierto grado de saciedad simbólica capaz de determinar una memoria de resistencia y negación Frente a ellos, se situaron aquellos otros que no dudaron en hablarme de hambre, de un “hambre del de verdad”, “hambre del duro”, un hambre para el que no había consuelo de ningún tipo. Una realidad que desde mi punto de vista se correspondería en este caso con la representación generada entre aquellos otros extremeños que eran tan pobres que no tuvieron la posibilidad de recurrir a retóricas de ningún tipo, y que en consecuencia se vieron empujados a caer en las redes de los comportamientos más extremos. Un recuerdo para el que mis informantes son capaces de situar con claridad la frontera en la imposibilidad de acceder al preciado pan de trigo, puesto que bajo esas circunstancias la pobreza fue de tal calado que hacía inviable cualquier tipo de estrategia de acopio ya fuera material o simbólico. Sin acceso ni tan siquiera al pan, la construcción que se hace en nuestros días se encuentra desprovista de cualquier tipo de saciedad -especialmente simbólica-, al tiempo que envuelta en un cierto halo de angustia, tristeza y memoria de fracaso que sirve de argamasa para la cimentación de un recuerdo explícito de “hambre”. Con todo, resultaría posible hacer extensible a la postguerra extremeña la expresión de Mariano Juárez (2011) cuando afirmaba que la falta de cultura -en este caso la falta de pan de trigo- es la que lleva al hambre; conformándose con ello la píldora que condensaría la mayor conclusión de esta Tesis Doctoral, la cual indicaría que para el contexto de la postguerra española los tiempos sin pan -de trigo-, fueron y son, como ya se adelantaba en el título de esta Tesis Doctoral, tiempos de hambre: “Por mucha comida que comieras, si no comías pan había hambre… porque estábamos acostumbrados a eso. Y si no había pan es como si no comieras… usted no sabe el hambre que llegamos a pasar sin pan…”. Encontrar una explicación a esta diferenciación entre “hambre” y “escasez” remite, por tanto, al menos esa es mi opinión, sobre todo al análisis de los planos simbólicos y la capacidad para “reconstruir” los hechos. La memoria es ciertamente selectiva, de tal manera que tiende a quedarse con aquello que significa, aquello que realmente le resulta importante. Es, por tanto, desde la distancia de los recuerdos que vuelven hoy en día ante las preguntas y las indagaciones del etnógrafo, donde resultaría posible constatar la construcción de un cierto grado de saciedad posibilitada por las estrategias puestas en liza y cimentada en la presencia, por pequeña que fuera, de aquellas propiedades simbólicas consideradas esenciales -especialmente el pan de trigo-. Algo que resulta posible afirmar porque como indica Douglas (1995, p. 172), la “plenitud” o “saciedad” no es un concepto meramente fisiológico, sino que más bien es la cultura la que crea en los hombres el sistema de comunicación referente a lo que es o no es “saciedad”. Lo que trato de decir, por concluir, es que, con el devenir de los años, la frontera que se construye en el presente entre las representaciones de “escasez “y” hambre”, situada según mis informantes a partir de la presencia o ausencia del pan de trigo fundamentalmente, se vuelve significativa, puesto que vendría a coincidir plenamente con aquella línea que en el pasado separaba a los que fueron capaces de llevar a cabo retóricas, los primeros; y con aquellos otros que se vieron sumidos en el marasmo e incapaces de todo tipo de respuesta, los segundos. Esto no quiere decir ni mucho menos que aquellos que me hablan de “escasez” no pasaran en realidad un hambre atroz, sino que, a partir del paso del tiempo, se podría decir, entre ellos se habrían impuesto los patrones de tipo simbólico por encima de los balances nutritivos, lo que permitiría dar cabida a cierto tipo de negaciones. Algo que para nada parece corresponderse con la devastada situación nutricional de la región4 que fácilmente se puede objetivar a partir de los datos antropométricos (Linares y Parejo, 2013; Linares y Valdivieso, 2013) o las evidencias que han llegado hasta nosotros en forma de cifras que hablan de mortalidad infantil, enfermedades carenciales o informes sanitarios pasados. La experiencia del hambre, por concluir parafraseando a Mariano Juárez y López García (2013), se enmarcaría por lo tanto dentro de unas reglas culturales determinadas que ofrecen sentidos y significados particulares, algo que sin duda también ha ocurrido en esta investigación. Por ello, la realidad del hambre y la construcción de su memoria no puede simplemente objetivarse a través de censos alimentarios o medidas antropométricas. Muy al contrario, puesto que se alza como un fenómeno que también es intensamente -y a veces fundamentalmente- cultural, de tal manera que al ser mirado desde las lentes del etnógrafo el concepto se ve tensionado de tal manera que lo que en un principio podría suponerse como algo universal y uniforme, se vuelve ciertamente dúctil, hasta el punto de que viene determinado por la confluencia que se da entre transacciones simbólicas con aspectos materiales. Desde esta perspectiva en la que el hambre es un hecho fundamentalmente cultural que está directamente relacionada con la ausencia de aquello que tiene importancia y significado contextual, es cuando resultaría posible comprender el hecho que supone que este tipo de hambre “subjetivo” prolongue sus traumáticos efectos deletéreos en el tiempo, algo que podría ser llamado como “memoria del hambre”, o más bien “memoria de los efectos del hambre”. Bajo este enfoque, sería posible explicar el fuerte poso que aquella hambre de postguerra ha sido capaz de generar durante mucho tiempo después en las dietas de las personas que lo vivieron en sus propias carnes -sobre todo de los más pobres-; y que ha 4 Un razonamiento que quizá también sería posible aplicar para el caso de Las Hurdes cuando rechazaban años después el hambre a partir de la existencia de pan. O los chortí, que para el caso de Mariano Juárez (Ibid.) también la negaban cierto tiempo después ante presencia de “tortillas” de maíz tenido tal fuerza que incluso ha logrado permear el imaginario colectivo y los hábitos culinarios de generaciones posteriores. No obstante, debo reconocer que la influencia de las consecuencias del hambre de postguerra es algo que parece encontrarse en cierta dilución, tal y como se deduce de la observación de una suerte de desapego creciente que los más jóvenes mantienen respecto de aquellos años y aquellas circunstancias. Es por ello por lo que no solo se da un cierto sentimiento de incredulidad hacía lo que allí pasó, sino que además este distanciamiento derivado del paso del tiempo ha contribuido en cierto modo a acelerar una transición alimenticia impuesta por los nuevos contextos sociales y que ha propiciado en un importante cambio de valores simbólicos. Los más jóvenes, por ejemplo, ya no perciben la transcendencia del pan, por lo que poco a poco ha ido cediendo espacios a otros alimentos, denotándose una disminución en su consumo y una cierta perdida de su centralidad absoluta. Un fenómeno similar a lo que ha ocurrido con otras preparaciones tan importantes en la postguerra como fueron los platos de cuchara o todos aquellos pertrechos a los que en su momento me referí como “periféricos” y que, ante las suficiencias de presente y el paso de los años, han desaparecido en buena medida de la dieta cotidiana. Por otro lado, un segundo bloque de conclusiones es posible extraer también a partir de esta investigación. Me refiero a aquellas otras que podríamos ubicar en un plano algo más político, por definirlo de alguna manera. Creo que es imposible, al menos esa es mi opinión personal, que un científico social especializado en temas de comida que se adentra en los tiempos de postguerra no se pronuncie de algún modo en relación con las motivaciones de las políticas franquistas, sobre todo cuando una buena parte de ellas estuvieron estrechamente relacionadas con los alimentos y con su ausencia, alrededor de los cuales se instaló lo que en el texto he definido como toda una suerte de “burocratización del hambre”. Una vez más, no pretendo aquí la búsqueda de ningún tipo de verdad histórica, y sí más bien aportar mi particular contribución a un debate que aún permanece abierto. Así, la literatura histórica, tal y como he reflejado con suficiencia en el texto, ha mostrado de manera pormenorizada los procesos de imposición de la perspectiva de los vencedores que se puso en marcha en la inmediata postguerra. Prácticas que, más allá de los castigos físicos, los encarcelamientos o los fusilamientos, también incluyeron todo un conjunto de políticas a la que algunos autores se han referido como una verdadera “cultura de la represión” (Idarreta, 2004), cuyo objetivo final era el de dominar, controlar y degradar moralmente a todo aquel que pudiera ser una amenaza para el orden establecido y los cimientos ideológicos del sistema (López García y Villalta, 2015). Agresiones sin sangre a través de las que el régimen trató sutilmente de eliminar a los vencidos y controlar a los “señalados”, al sospechoso, al “rojo”, al pobre, a esas “hordas salvajes”, en palabras de Moreno Andrés (2017), contra quienes era preciso seguir combatiendo en aras del orden público, político y social que el Nuevo Estado pretendía. Por todo ello, no parece descabellado que tome parte para alinearme con aquellos autores que, como Richards (1999) o Rodríguez Barreira (2011; 2012; 2013), han visto en el hambre de postguerra una forma más de esa represión y control social, a través de la que en mi opinión el régimen pretendió controlar -al tiempo que esquilmar moralmente- a las capas menos privilegiadas y probablemente menos afectas con su política. Pocas cosas son mejores para lograr el sometimiento total de un pueblo que algo tan primario y absolutamente necesario para la vida como el alimento. Una afirmación que es posible realizar a partir del análisis del modo en que el régimen utilizó por ejemplo los comedores de “Auxilio Social” como centros de adoctrinamiento, control, opresión y vigilancia; del análisis de la degradación que suponían las diferencias entre los unos y los otros; de la falta de suministros de pan en la ruralidad habitada por jornaleros; de la humillación moral que suponían la intensa legislación alrededor de la circulación de alimentos y de la matanza; del modo en que el régimen procuró toda una surte negación constante de la humanidad de los más pobres a través de la estandarización controlada de lo que se comía; o del oxímoron que suponía la “cartilla de racionamiento” y sus cuotas nutricionales cuidadosamente calibradas que habrían tratado de mantener a la población al borde del abismo, tal y como resulta posible deducir de los relatos de Nicolasa o Bibiana: “Un bollo todos los días, muy pequeñito, pero todos los días…”; “las cosas muy contadas…”. Como afirman Badillo et al. (1991,) es muy probable que se pudiera haber hecho mucho más de lo que se hizo, pero el régimen no tomó suficientes medidas que disminuyeran el hambre o las epidemias5, algo que contribuyó en mi opinión a esa dominación y humillación moral que, a través de los alimentos -y su falta-, y haciendo mías las palabras de Scott (2003), perseguía intimidar a los subordinados para lograr su obediencia eficaz y permanente, al tiempo de evitar cualquier tipo de atisbo de disenso contra el poder. De 5 No obstante, no es ésta una postura que goce de unanimidad. Como ya he comentado el debate al respecto permanece abierto, de modo que es posible encontrar a autores como Molinero y Pere (2003) para quienes la degradación de las condiciones de vida de buena parte de la población no fue un objetivo perseguido por parte del régimen. este modo, a través de todo un poderoso sistema de control deliberadamente utilizado en el sentido coactivo, como lo definió Alburquerque (1981), el régimen trató de controlar, dominar, pero también humillar y aislar, a una parte de la población asediada y exprimida, que como consecuencia de la presión a la que se vio sometida no tenía tiempo para nada más que no fuera tratar de sobrevivir buscando alimentos, y a la que no le quedaba ningún tipo de lugar para la lucha política y la oposición. Es difícil que, como afirma Caparrós (2014), personas que están amenazadas por el hambre puedan ponerse a mirar con detalle, y muchos menos oponerse, a lo que hacen sus gobernantes. Pablo, un informante de Cáceres, lo expresaba a buen seguro con mayor elocuencia de lo que yo soy capaz de hacer con mis enrevesadas palabras: “De política nunca se hablaba en casa, con tener para comer era más que suficiente…”. Al tiempo que las declaraciones de Sir Samuel Hoare, el 7 de marzo de 1941, vienen a ilustrar aún más si cabe la cuestión (Viñas, 2017): “España, en la actualidad, está en peores condiciones que nunca en su historia. El Gobierno es miserable, no hay comida […] Esta situación obliga a la gente a pesar el tiempo en mórbidas reflexiones sobre sus infortunios y les impide tomar decisiones y actuar”. Llegados a este punto, cabe recalcar de nuevo una pregunta que ya me hice en su momento, la cual es si el efecto perseguido por Franco y los suyos con esta actitud fue siempre realmente el deseado. Y es que, a pesar de todo lo comentado, y como en su momento teoricé, en mi opinión aquella suerte de presión tuvo en muchas ocasiones un fruto contrario al esperado, puesto que lo que hizo a veces fue servir de acicate para que las respuestas que se dieron fueran aún mayores. Y no solo en el sentido de que las estrategias puestas en liza permitieran luchar contra la degradación moral que suponía el intento de estandarizar lo que se comía, o la lucha por escapar de las garras “despersonalizadoras” de “Auxilio Social”; sino que al tiempo, aquellas retóricas se erigieron también como toda una suerte de contestación al régimen en el sentido de que no solo buscaban una forma de acopio material y simbólico, sino que además también pretendían la búsqueda de una diversidad culinaria que se alzaba como toda una forma de resistencia popular, un acto de valentía con el que lo que se pretendía era mostrar que el combate aún estaba vivo. En cualquier caso, y ya para terminar, si hay una conclusión global -al tiempo que un llamamiento- que se pueda extraer de toda esta investigación, esa es que el tratamiento de la memoria del hambre de postguerra y su interpretación bajo el prisma de la cultura resulta enormemente rica en unos matices que en gran parte aún se encuentran por explorar, por lo que desde mi punto de vista la “memoria del hambre”, ya sea en Extremadura o en otros lugares, es una memoria que aún está por construir. Un hecho que en buena medida justificaría su abordaje dentro de esas políticas de memoria histórica en las que aún queda tanto trabajo por hacer. Parafraseando a Muñoz Molina, en una magistral columna escrita en el diario El País hace más de veinte años, “La cuestión es si elegimos la molestia de indagar las cosas que sucedieron o preferimos las comodidades del mito”, y yo, me decanto claramente por la primera opción. Por ello, me parece importante enfatizar que, si bien las conclusiones derivadas de esta investigación son las que se corresponden con mi propia verdad parcial a cerca de un contexto local o más bien regional, sospecho que muchos de los comportamientos y probablemente de las representaciones aquí descritas fueron y son comunes para el entorno de toda la postguerra española, siendo lógicamente consciente de que las particularidades ecológicas condicionan matices variables en las respuestas. Por ello, quedaría para el futuro aproximaciones similares en otros entornos que sin duda permitirán abrir conciencias y extender el conocimiento de lo ocurrido. Una propuesta que, sin embargo, debe tener en cuenta la urgencia y la ansiedad de saber que los protagonistas de estas historias, estos hacedores de mundos y memoria, no estarán mucho tiempo entre nosotros. - 38 - Fuentes Tesis Doctoral Fuentes primarias Archivos y fuentes documentales 1. Archivo Histórico Municipal de Cáceres (AHMC) 2. 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Protagonistas Informante Residencia en postguerra Fecha entrevista/s Aida Badajoz – Badajoz 14-08-2015 Ana María Cáceres – Cáceres 29-06-2016 Ángel Alcuéscar – Cáceres 13-12-2015 20-01-2016 Agustina Cáceres – Cáceres 04-05-2016 Antonia Campanario – Badajoz 07-05-2015 Antonio Orellana la Vieja – Badajoz 14-03-2016 Antonio C Montánchez – Cáceres 17-02-2014 Antoñete Navalvillar de Pela – Badajoz 06-10-2016 Apolinar Deleitosa – Cáceres 03-10-2015 Bibiana Cáceres – Cáceres 20-10-2016 Carmen Herrera del Duque – Badajoz 09-01-2018 Carmen C Cáceres – Cáceres 26-04-2015 Cayetana Puebla de Obando – Badajoz 12-04-2016 Celedonio Castilblanco – Badajoz 16-12-2013 Cesáreo Orellana de la Sierra – Badajoz 24-01-2015 - 41 - Cornelio Orellana la Vieja – Badajoz 23-07-2015 Crescencia Montehermoso – Cáceres 18-04-2016 25-05-2016 Damiana Villamiel – Cáceres 09-02-2016 Elisa Jaraíz de la Vera - Cáceres 05-04-2018 Encarna Herrera del Duque – Badajoz 12-11-2015 Encarnación Berzocana – Cáceres 09-06-2016 Eusebia Jaraíz de la Vera - Cáceres 05-04-2018 Felisa Logrosán – Cáceres 19-05-2017 Francisco Fuente del Maestre – Badajoz 30-11-2016 Florentina Cáceres – Cáceres Florentina Guadalupe Badajoz – Badajoz 12-03-2016 Isabelo Navalvillar de Pela – Badajoz 02-03-2016 Isabel Montánchez – Cáceres 18-07-2015 Jacoba Malpartida de Cáceres – Cáceres 15-05-2015 Jerónimo Alcuéscar – Cáceres 21-11-2015 Jesús Cáceres – Cáceres 23-11-2015 Josefa Navas del Madroño – Cáceres 19-01-2013 15-03-2013 José Luis Cáceres – Cáceres 23-10-2015 Juan Don Benito – Badajoz 24-11-2015 Juana Deleitosa – Cáceres 03-10-2015 Juliana Herrera del Duque – Badajoz 11-01-2017 - 42 - Julio Madrigalejo-Cáceres 22-11-2015 Josefina La Coronada – Badajoz 11-04-2016 Luisa Membrío – Cáceres 23-01-2018 30-01-2018 Luisa G Garrovillas– Cáceres 24-05-2016 Manuela Malpartida de Cáceres – Cáceres 20-05-2016 María Aldea Moret – Cáceres 19-07-2013 20-08-2013 Mari Carmen Badajoz – Badajoz 12-03-2016 Margarita Torrequemada – Cáceres 15-06-2016 Maruja Los Santos de Maimona – Badajoz 13-10-2017 Matías Navas del Madroño – Cáceres 19-01-2013 15-03-2013 17-04-2013 Mercedes Membrío – Cáceres 23-01-2018 30-01-2018 Modesta Montánchez – Cáceres 13-10-2017 Natividad Casas de Don Gómez – Cáceres 11-04-2016 Nicolasa Hornachos – Badajoz 31-05-2016 Pablo Cáceres – Cáceres 04-05-2015 Paco Santa Amalia – Badajoz 04-05-2015 Pedro Montánchez-Cáceres 08-01-2016 Pilar Garganta la Olla – Cáceres 25-07-2015 Priscila Cáceres-Cáceres 17-05-2016 Rosa Cáceres – Cáceres 10-05-2016 Santiago Azuaga – Badajoz 21-06-2017 - 43 - Teófila Badajoz 16-01-2018 Vicenta Sierra de Fuentes - Cáceres 30-04-2015 Vicente Sierra de Fuentes – Cáceres 30-04-2015 Victoria Talaveruela – Cáceres 10-05-2017 Fuentes secundarias Referencias bibliográficas ü Abella, R. 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